Kerkennah. Tierra de silencio
La geografía del Mediterráneo está llena de lugares donde se respira gloria, popularidad y grandes gestas. Éste mar nuestro es tan extraordinario y han pasado tantas cosas que no es extraño que en este él sea fácil encontrar grandes senos y conchas, extraordinarios golfos y otros accidentes geográficos que supuren grandes dosis de celebridad y fama. Pero sería injusto no reconocer que también hay otros rincones que se han definido siempre por su anonimato, por su carácter de tierra refugio, por su voluntad de pasar desapercibidas de las primeras páginas de los noticiarios.

Haberlos, haylos, en el Mediterráneo de lugares así, aunque es cierto que con los avances de la modernidad y el turismo ya queden muy pocos. Por ejemplo las islas Kerkennah (o Querquenes, que es su nombre tradicional en castellano), un lugar que desde los orígenes de los tiempos ha sido siempre tierra de silencio. Eso es lo que fue a buscar allí el gran caudillo de los cartagineses, Aníbal, cuando vio que ciudad iba traicionarlo. Y eso es lo que encontró aquí el gran escritor latino Salustio (autor de La conjuración de Catilina) durante la guerra civil que dividió Roma entre los partidarios de Julio César y Pompeyo.
Hoy como en la Antigüedad, las Kerkennah continúan siendo un remanso de paz ajeno al mundanal ruido. Están a unos veinte kilómetros de la costa oriental de Túnez, y siguen atrayendo a las gentes que quieren pasar desapercibidos. Por ejemplo los escasos 15.000 habitantes que siguen viviendo allí de aquello que da el mar en una tierra que hunde sus raíces en el más primario de los significados del “mediterranean way of life”
En Kerkennah se vive solo de los recursos que puede ofrecer el mar. Se calcula que aquí hay casi dos mil pequeñas embarcaciones dedicadas a esta actividad. Pero también se practica el cultivo de la vid, los higos, las aceitunas, la explotación de las palmeras y por supuesto el cuidado de las cabras, una buena forma de obtener proteínas animales gracias a su leche y su carne. El turismo existe también, es cierto, especialmente en torno a Sidi Fredj, pero ni mucho menos es la manera de ganarse la vida mayoritaria de las gentes de Kerkennah como en tantas otras islas mediterráneas.
Gracias a este tradicional aislamiento los habitantes de estas islas se ha conservado un folclore excepcional muy ligado al mar. Técnicas de pescar, como la llamada “Charfia”, hunden su conocimiento en siglos de experiencia de trabajo en el mar. Y algunas celebraciones como las bodas muestran un colorido que se desconoce tierra adentro. La gastronomía también es particular y en ella destacan los guisis a base de el pulpo, calamares rellenos y por supuesto cuscús con pescado, que el plato más celebrado para degustar en jornadas festivas.
Unos arenales que son reserva natural
Las islas Kerkenah constituyen una de las reservas naturales de Túnez. Es uno de los espacios naturales integrados en el Convenio de Ramsar relativa a la protección de humedales que deben ser especialmente protegidos por su belleza natural y por ser hábitat de aves acuáticas, como lo son en España Doñana, la Albufera y otros tantos espacios lacustres. El agua dulce, sin embargo, no abunda. No hay ríos, ni fuentes naturales, y la que se obtiene de los pozos es ligeramente salada. Como en tantas otras pequeñas islas mediterráneas la manera de captar habitualmente el agua ha sido con cisternas que la recogían de la lluvia. Desde hace unos años el estado tunecino suministra regularmente agua con buques.
El archipiélago es en el fondo un gran arenal antelas costas de Sfax, en el golfo de Gabes, y su punto más alto es un pequeño monte de trece metros sobre el nivel del mar. La mayor de las islas, y la más oriental, es Chergui que es donde se sitúa Remla, la principal localidad, y el complejo turístico de Sidi Fredj. La otra gran isla. Gharbi, acoge Melita -el segundo centro urbano en importancia- y el pequeño puerto de Sidi Yousef. Ambas islas están unidas por una estrecha carretera asfaltada de 600 metros que sigue el rastro de una antigua calzada romana. Completan el archipiélago siete islotes deshabitados y algún banco de arena que emerge alguna vez del mar tras algún temporal.
Y mientras pasa el tiempo, en la isla de Chergui la fortaleza de Borj el Hissar actúa como vigía en permanente estado de alerta. El pequeño archipiélago no puede ignorar que vive en un mar cerrado y que no puede ser ajeno del todo a la historia. Levantado por los fenicios y ampliado por los romanos fue reconstruido por los españoles en el siglo XVI para demostrar que nadie puede escaparse totalmente del mundanal ruido. Mientras tanto en el horizonte unos pescadores faenan con sus pequeñas barcas de vela latina intentando llevar la contraria.